Conocí a Idriss mientras volvía de almorzar un dulce zumo de limón y un
sándwich de patatas fritas, huevos y queso, encargado de mantener mi inmunidad
ante la falta de higiene. No era el primer día que lo veía pulular por el
hospital, y su sonrisa me invito a acercarme a hablar con el. Llevaba tiempo
queriendo dialogar con alguno de los tantos etíopes que pasan por allí, y esa
mañana pese al sol abrasador, mi excitante agenda de pagos y contratos tenia
un hueco para dedicarle a Idriss, y a su amigo “Mike”. Entre mi árabe y su
ingles, conseguimos unos minutos de compañía bien interesantes. Idriss, como
muchos de los etíopes que se patean Yemen de sur a norte, llevaba ya
tres anos de odisea. Etiopia, Sudan, Eritrea, campos de desplazados, de
refugiados, barcos destartalados, camiones y cabras, amigos, compañeros de
viaje, enemigos, hambre, sed. En tan solo unas palabras era evidente que habían
dado mucho de si esos tres años. Eso si, pasaban factura. Pese a tener 24 años,
Idris tenia la piel dura, seca, llena de cicatrices y magulladuras. No iba a
tono con su sonrisa inocente y su mirada alegre que se iba apagando cada vez
que mis preguntas encontraban respuestas incomodas de contar.
“Mike” era somalí. No hablaba ni árabe ni ingles, pero Idriss le traducía
al amárico. Era mas joven y reservado, como si aun supiera que le quedaban unas
cuantas batallas por delante y no quisiera gastar energía. Ambos acompañaban a
un mutuo compañero de viaje al que la policía saudita había disparado en la
pierna al intentar cruzar la frontera. Estreche la mano de ambos, nos
despedimos sonrientes, y me fui pensativo a seguir con mis pagos y mis
contratos.
En 2011, alrededor de 100.000 inmigrantes entraron a Yemen por las costas
del mar rojo con la intención de cruzar el país camino al norte, y la esperanza
de encontrar un futuro en los países del golfo: "el Valle encantado". Limpiar
coches, vender fruta en las calles, o vigilar mansiones, son trabajos increíblemente
cotizados. En 2012, a estas alturas del año, la cifra ya es superior a la de
todo el año pasado. Aproximadamente un 75% son etíopes. Solo unos poquitos lo
consiguen, iluminando de esperanza a los que vienen detrás. Pero estos últimos,
desconocen que esta se apaga sin avisar y tarda mucho en volver a encenderse.
Otros tantos, necesitan ayuda y quedan apartados del camino por falta de
fuerzas, salud y capacidad económica o psíquica. Entre ellos, los hay que
acaban rehaciendo una “vida” en tierra ajena, pero otros, son repatriados a sus
casas por las agencias de ayuda a los refugiados. Incluso algunos, se quedan a
mitad a camino y entran a formar parte del juego, entrando al trapo de traficar
con qat, marihuana, y hasta con sus propios compañeros.
Cada día, de camino al hospital la carretera se convierte en espectáculo desolador.
Varios de grupos de inmigrantes caminan con la mirada perdidad pero la cabeza
bien centrada en un objetivo; llegar. La imagen no es nada agradable. Perturba.
Es hasta curiosa. Sorprende. Es incluso digna de admiración. Cuantas horas de
camino, cuantos meses de aventura, cuantas penurias y cuan pocas glorias. Se
desplazan bajo el sol aniquilante, con una botella de agua en la mano y unas
míseras chanclas de playa. Es sabido que este tipo de escenarios se repiten en
muchas regiones del planeta, pero no dejan de sorprenderme.
Etiopia y Somalia, están destrozados por la violencia, la represión, la sequía
y el hambre. Cualquier esperanza de mejora es lícita y quizás justifique el
pago de cualquier precio. Y es que en los últimos años, el numero de
inmigrantes prolifera debido a unos cuantos picaros que hacen negocio a costa
de la necesidad de otros. Instinto de supervivencia, avaricia, maldad, sea lo
que sea que mueva a los traficantes de personas, hacen el agosto vendiendo la
burra a pobres campesinos, jóvenes ilusionadas o valientes adolescentes. No
solo les engañan, aumentando el precio del viaje a cifras inalcanzables a
medida que este avanza, sino que los torturan, violan, y hasta contactan con
sus familias para amenazar y pedir más y más. Por desgracia, la proliferación
de la telefonía móvil y de los medios de pago en efectivo instantáneos, actuan como catalizadores de aumento de la riqueza de este sucio negocio, a una
velocidad tristemente rápida.
Aquellos que consiguen llegar a la frontera Saudita, tras meses y años de
penuria, se enfrentan a las ultimas pantallas antes de pasarse el juego; las
minas antipersona y la policía Saudita. Y los triunfadores, lidian con el
ultimo e invencible monstruo; el racismo exacerbado de los saudíes que
consideran esclavos a casi toda persona no saudí. No solo las fronteras están
repletas de alambradas eléctricas, sino que al menor movimiento, la policía abre
fuego ante los valientes que se atreven a desafiar la seguridad nacional Saudita,
cuya monarquía no considera menester emplear ni un solo real en repatriar a los
inmigrantes o invertir en servicios sociales para estos.
Si bien las autoridades árabes son cuanto menos despiadadas, las yemeníes
tampoco parecen disponer de una moral en
buen estado. Ante la deficiente situación de su gobierno, no dudan en entrar a
la fiesta, y sacar buenas tajadas facilitando información y libre movimiento a
los traficantes. Hay oficiales de policía que llegan a levantarse 20.000
dólares al mes por este tipo de servicios. En el país mas pobre del golfo, donde
el 40% vive con menos de 2 dólares al día, no es una mala paga.
Al margen de los siempre, que nos quedamos para barrer un poquito la sala
una vez terminada la función, me parece que le quedan mas bien pocas esperanzas
a los Idriss y a los “Mike” que se aventuren a buscar el anhelado valle
encantado. Suerte.